Matthew Stafford atisbó a Tutu Atwell solo, separado de su marcador, y lanzó el balón a sus brazos. El receptor de los Rams corrió cerca de setenta yardas, firmó la remontada ante los Colts de Indianapolis y el SoFi Stadium, para acabar pronto, explotó. Mi amigo, incrédulo de la NFL, abrazó al equipo de Los Ángeles, compró un banderín de Puka Nacua y se declaró nuevo feligrés de la causa. Acudimos a un encuentro entre Rams y Colts sin saber muy bien qué nos encontraríamos en términos identitarios y de arraigo; SoFi no deja de ser un armatoste novedoso, ávido de grandes eventos y dispuesto a erigirse como el gran faro de entretenimiento deportivo en una ciudad cuyo leit-motiv es aspirar al gran foco del espectáculo. Los Rams, sin embargo, tienen algo: hay arraigo, identidad y, sobre todo, cariño. Es difícil construir un perfil de aficionado, pero esto es absolutamente consecuente con lo que es hoy en día la ciudad de Los Ángeles: un crisol extraño, tan encantador como paradójico.

¿Qué es Los Ángeles sino el ansia del espectáculo? En el downtown no sucede demasiado; la vida está en Hollywood. Una Hollywood decadente, sin embargo; una especie de reliquia de otro tiempo. Mi amigo, Eduardo Zurita, y yo fuimos al Hollywood Bowl, un foro precioso en las faldas de las montañas, a ver a Pulp y a LCD Soundsystem; a la quinta me cayó el veinte: estábamos en las meras-meras curvas de Mulholland Drive que popularizó David Lynch.
Si uno comienza a rememorar películas sabrá que pasea por tierra prometida. Fuimos también al Frolic Room -mi bar favorito en todo el mundo, dicho sea de paso-, donde Kevin Spacey -Jack Vincennes, mejor dicho, pues- pasaba las madrugadas a lo largo de L.A. Confidential: era un policía que soñaba con pertenecer al mundo del espectáculo y cuyo único acercamiento a ello se reducía a ser consejero de un actor de poca monta que, a su vez, la hacía de policía en pantalla. El Frolic Room está al lado del Pantages Theater, uno de los más importantes del barrio. Tan cerca y tan lejos del escenario y las luces. El Frolic, sin embargo, no hace alusión alguna a la película; le interesa poco. Los Ángeles también se niega a sí misma. Hollywood sabe que nunca volverá a ser, como tal, un barrio lujoso; el lujo está en otras zonas de la ciudad, Hollywood es, casi, una réplica de todo; una fotocopia mal encuadrada. Sobra decir que en ello hay muchísimo encanto.
Inglewood, sin embargo, está más lejos; casi al lado del aeropuerto. A pesar de haberse convertido en casa de los tres pabellones más importantes de la ciudad -el viejo Forum de los Lakers devenido en sala de conciertos; el monumental SoFi Stadium y el novedosísimo Intuit Dome de los Clippers-, el barrio sigue siendo un núcleo obrero afroamericano. No es ni remotamente la idea que tuvo Hollywood; el barrio permanece igual a pesar de sus armatostes y atracciones permanentes. Sus residentes te miran con cierta desconfianza desde el porche de su hogar mientras vas o vienes del SoFi. En aquella caminata no pude evitar tomar una foto de dos hombres que venían juntos enfundados en camisetas de Jared Goff y Todd Gurley III; siempre me ha seducido la reverencia a glorias pasadas, pero aquello, con un azul menos eléctrico que el actual, me pareció un documento histórico: la reverencia a dos jugadores cuya salida originó un campeonato en las calles de un vecindario que jamás pidió convertirse en hogar de los Rams. Hay postales en tiendas de souvenirs cuya imagen carga menos historia.

Vine al SoFi a ver a los Chargers, mi equipo, en 2023. La visita fue más a prisa -aun no entiendo cómo alcancé a ver el último pase de Justin Herbert y estar en el aeropuerto veinte minutos después- y, también, más grandilocuente: los visitaban los Kansas City Chiefs bajo el marco del domingo por la noche. Fue más pirotécnico todo. Sentí, sin embargo, que los Chargers estaban apenas forjando un lazo identitario; habían dejado el corazón en San Diego y eso penaliza. Los Rams cayeron de pie: hipotecaron su futuro con tal de ganar el Super Bowl en 2022 y acceder al olimpo deportivo angelino regido por Lakers y Dodgers. Una ciudad abocada al estrellato se explica solamente a partir de los títulos y la mercadotecnia que emana de ellos.

Me conmovió, sin embargo, el grito de guerra: Who's house? Rams house. El concepto de hogar es un lugar común en la industria deportiva norteamericana -Under Armour, marca oriunda de Baltimore, se explica a partir de su slogan: protect this house-. Pero es distinto: lo están construyendo, finalmente. El SoFi es un estadio compartido por dos equipos de distinta conferencia y mismo color, aunque con tonalidades -y tradiciones- distintas; Chargers y Rams no son tan parecidos, pero tampoco tan distintos. Cada uno debe construir una identidad: los primeros han dirigido absolutamente todos sus esfuerzos a empatizar con la comunidad chicana -vienen de San Diego, al final-, mientras que los Rams coquetean más con el aficionado tradicional que no ha conseguido sentirse identificado por los equipos del norte: 49ers, Raiders o Seahawks. Matthew Stafford, un combatiente quarterback que ha reunido méritos suficientes para considerarse elegible para el Salón de la Fama cuando decida retirarse, está en los controles. Puka Nacua, joven sensación de historia enternecedora y talento descomunal, se une a Davante Adams, eterno receptor confiable que busca su primer anillo, como tándem ofensivo. Hay con qué, dirían por ahí.
Los Rams de Los Ángeles van a pelear; la afición, identidad e historia se gestan con títulos. Inglewood no pidió ser casa de nadie, pero la tradición de un equipo que pasó por Cleveland, el Memorial Coliseum de los Ángeles y por Missouri parece haber echado raíces allí. Yo, todavía alterado por el estado catatónico que ofrecen los latones de cerveza, escuché a Inglewood explotar con un envío de Stafford que valió el triunfo.